Eran casi las 8:00, no esperaba que te preocuparas ya que la puntualidad nunca ha sido una de mis cualidades.
En contraste con la oleada de calor de los días anteriores, hoy caía una tormenta espectacular. Las gotas que rebotaban sobre el frío cemento iban a parar a la punta de mi zapatilla y al dorso desnudo de mis cansados pies.
De lejos debo haber parecido no menos que otro oficinista infeliz que está decidiendo entre lanzarse al ávido tráfico o volver a casa donde lo espera una cálida cena preparada por la pareja en turno.
Para colmo llevaba una falda, de esas que fingen ser elegantes y que por lo bajo, logran ser auténticas cómplices cuando de exaltar la forma del cuerpo se trata. Me había quitado las medias, el calor hacía que me diera comezón el roce de la tela sobre mi piel.
Por otra parte, la gabardina café me daba un aire de investigador de serie policíaca. La blusa blanca estaba ya arrugada por efectos de pasar la mayor parte del día sentada frente al ataviado escritorio imitación madera.
Por mucho que las sillas fueran ergonómicas sentía un insipiente dolor de espalda, que parecía no ceder ante nada.
En la mano derecha cargaba una bolsa plástica cuyo contenido incluía una botella de vino y maíz para palomitas. Una combinación casi tan atroz como tú y yo. En la izquierda, el móvil. Tenía el miedo furtivo de que comenzara a vibrar y en la pantalla apareciese tu foto. Por eso insistía en no voltear a verlo.
Imagíname: cansada, adolorida, friolenta y mojada debajo de la parada de autobús. Yendo de un lado a otro como animal enjaulado, intentando decidir si cancelar la cita ya pasada la hora.
El repiqueteo de mis tacones sobre el suelo mojado había hecho que cayera en la cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Hice una lista mental con los beneficios y los daños que implicarían verte.
Hace ya semanas que planeamos esto y sería una cobardía de mi parte cancelar. Eso o solo estoy jugando, como un niño que finge compartir contigo sus golosinas para que al acercarte solo las embuta todas de golpe en su boca.
Las luces del autobús me dejan un poco ciega y me recuerdan que debo usar los lentes todo el tiempo. La batalla interna sigue. Por razones que no vale la pena comprender estoy ya sentada en la parte posterior del vehículo.
A mi lado derecho, en la ventana, las gotas se acumulan unas con otras, son arrastradas y caen por la fuerza del viento. Me ha parecido siempre un espectáculo de lo más bello.
El trayecto es más bien corto. No han pasado 15 minutos cuando ya es momento de que me prepare para bajar.
Del otro lado del bus están una madre y su pequeño hijo. De lejos se entiende que ella lee para el los anuncios de la calle y el señala ávido todo conjunto de letras que se le aparece.
En ese instante desee tanto ser él. Recordar esas ansias de conocer el mundo y olvidar por un segundo la insistente punzada que golpea mi estómago.
Llego 20 minutos tarde y casi espero encontrar las luces apagadas para darme la vuelta y decirte por la mañana una serie de mentiras que explicarían por qué no he llegado.
Sin embargo, las encuentro prendidas y burlonas. Mi mente recuerda el perfume olor a tabaco que te esfuerzas en usar. Nunca te he dicho como odio que se me quede fijado en el cabello ni lo mucho que me mareo cuando vamos en tu coche y el aroma es tan fuerte que no distingo nada más.
Sigo caminando con paso no tan decidido. Recuerdo tu cara y tu forma de caminar y vestir. Que utilices los botones de la camisa cerrados en su totalidad me parece un gesto altivo y a la vez anticuado. Que camines con tanta naturalidad y soltura me parece ofensivo.
Estoy tan entregada a recordar todo lo que no me gusta de ti que no me doy cuenta de que ya estoy frente a tu puerta.
Tengo los dedos helados y con un último esfuerzo, logro tocar el timbre. Espero que me ahorres esa insípida parafernalia de “¿quién?” “yo” “¿quién yo?”.
La puerta se abre y siento un nudo en la garganta. Pero verte a los ojos hace que todo lo anterior se vaya a la basura. No puedo evitar sonreír al verte tan apacible como siempre.
– Llegas tarde
– Siempre, todo el tiempo y a todos lados
Estiras la mano y me quitas la bolsa de entre los dedos mientras que con un gesto de la cabeza me invitas a entrar.
Dejo la fría gabardina en el recibidor para adentrarme en el calor de tu casa.
– ¿Cómo se supone que se cocina esto?
Me preguntas al tiempo que sostienes el maíz.
– Deja ya, mejor pon a enfriar el vino
– ¿En tu corazón?
– No tengo, intenta con el tuyo
Pones esa sonrisa extraña que parece más bien una mueca de burla. Te miro de reojo y recuerdo que una de las cosas más extraordinarias de mi vida ha sido conocerte.